domingo, 26 de enero de 2014

Mandarina (Jorge Marcos)

Allí estaba yo, sentado bajo la marquesina del 148. Es el autobús que más tarda siempre en llegar. Como estaba solo, mataba el tiempo leyendo los anuncios pegados en el cristal traslúcido: “Busco Piso”, “Se ofrece niñera”,… Me puse mis gafas de espejo. El sol de media mañana me deslumbraba aunque estuviera de adorno en aquel invernal día. Estaba helado. Me incliné buscando el autobús con la mirada al final de la calle. El 148 se hacía de rogar.
Mi paciencia y mi aburrimiento llegaban a límites insospechados cuando, de pronto, vislumbré algo en el cielo. Aquella extraña luz naranja parecía caerse como una estrella fugaz. Me extrañó enormemente, llegando incluso a fruncir el entrecejo.
Las nubes se desgarraron a su paso como papel de fumar. La barrera del sonido se rompió con un fortísimo estruendo como el de un cohete a reacción. Mis tímpanos se resintieron y el cristal de la marquesina se estalló como una telaraña, las ventanas de los edificios próximos tuvieron el mismo destino.
Como acto reflejo cerré los ojos, como si así me dejaran de doler los oídos o una armadura me salvaguardara. Pude escuchar una explosión no muy lejos de mí, tan inconfundible como la de mil petardos juntos. Reconocí incluso su eco en la ciudad.
Cuando recuperé el sentido de la vista y el del oído, me quedé mirando a mí alrededor. Una abuela corría tan rápido como le permitía su bastón, un obrero parecía ensimismado con el cielo, como si no se creyera lo que acabábamos de ver, una joven se preguntaba a viva voz qué había ocurrido, si quizás se trataba de un atentado. Los gritos venían de todas direcciones, yo no era el único que había visto y sentido aquella cosa estelada anaranjada atravesar la atmosfera.
Olvidándome del bus y de adónde iba, comencé a caminar. A lo lejos, por encima de los edificios observé una columna de humo cobrizo, no se me ocurría nada que pudiera emitir algo así. Cuanto más me acercaba, más oscuro se volvía. Pasó por el escarlata, el magenta y el burdeos pero cuando llegué al destrozado parque se tornó rojizo.
Mucha gente se congregaba alrededor de un cráter tan grande como un campo de futbol para niños. Las vallas se habían fundido y aún se encontraba al rojo vivo. De los árboles solo quedaban cenizas. Un olor intenso a azufre hizo que me olvidara de mis dañados oídos.
No sé por qué pero retomé mis pasos hacia una roca naranja en mitad del cráter, aún cuando varias personas me lo desaconsejaron. Muy a lo lejos se escuchaban las inconfundibles sirenas de los servicios de emergencia.
A cada paso sentía más calor, un calor seco de desierto. El sudor me corría por la espalda. El humo y el azufre no me dejaban respirar. Por el contrario, algo me decía que debía continuar.
Paulatinamente fui vislumbrando la forma irregular de esta roca. Para mi sorpresa, algo menudo se movió por su superficie. Retrocedí pero mi ansia de saber de dónde procedía aquello hizo que recuperar el terreno perdido.
El calor era asfixiante. El humo me hacía llorar. Aún así, extendí mi brazo queriendo tocar con mis propios dedos aquel ser vivo de dos patitas y cuerpo redondito que correteaba por encima de la roca naranja. Me di cuenta que tenía un único ojo, pero un ojo que recordaba a las de un tierno perrito recién nacido.
Con dudas, me atreví a tocarlo. Para mi sorpresa su piel color mandarina era suave aún sin tener pelo alguno. Parpadeó varias veces como si con eso pudiera verme mejor. Cuando me quise dar cuenta, lo tenía en mis brazos.  Mi respiración se apaciguó, mis oídos se serenaron. Aquella criatura era tierna, infantil y dulce. El miedo quedó atrás y sentimos el calor del otro. Sonreí.

En ese instante el sonido del claxon del autobús 148 hizo que abriera los ojos. Me había quedado dormido. Lo primero que hice fue comprobar que mi mochila seguía conmigo. Así era. Me la colgué al hombro y entré al autobús. Sin embargo, cuando me la pasé por delante para buscar mi abono, sentí como si algo se moviera en su interior. 

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Lanzando un Te Quiero al Vacío (Jorge Marcos)

Todo comienza con un cruce de miradas. Sientes algo pero no sabes si esa persona también. 
Comienzas a relacionarte, a sentarte en clase junto a esa persona, a disfrutar de su compañía... 
Hablas, la conoces, sabes algunos de sus gustos y también das a conocer los tuyos. ¿Congeniamos? ¿Será posible algo más?
La amistad es un arma de doble filo. Muchas relaciones comienzan primero en una amistad y después conducen a lo siguiente. Sin embargo, un exceso de amistad en el tiempo conlleva eso, que sois amigos. 
En ese punto empiezas a ponerte nervioso, esperas algo que puede que no exista y deseas acercarte más y más.
Te aferras a un clavo ardiendo, esperando que esa persona te corresponda. Malinterpretas cualquier gesto, palabra o abrazo. Tu mente está nublada por tu corazón y no piensas con claridad. 
Pasa el tiempo y esa persona no te corresponde pero crees que lo hará, el clavo ardiendo cada vez es más pequeño y te comienza a doler.
Ahora solo piensas en esa persona. Te despiertas con su imagen en tu mente y te duermes por la noche pensando que pasaría si te correspondiera.
Los días pasan y la relación más allá de la amistad continúa estancada, en un pausa infinito. Lanzas 'te quieros' a una muralla de piedra y hierro.
¿Qué hago? ¿Se lo cuento todo? ¿Continúo en la misma situación?
Yo opté por el camino fácil y he ocultado mis sentimientos lo mejor que he podido. Lo que es imposible es imposible. Jamás se llevarán acabo tus sueños que tanto anhelabas.
En este momento odias a esa persona por no corresponderte, por no seguir la linea que tu cabeza había imaginado. Te obligas a no acercarte a esa persona, a no mirarla, a no quererla...
Sin embargo, yo no puedo enfadarme contigo, no soy capaz de perderlo absolutamente todo contigo.
Ahora solo queda olvidar, sacar todo tanto de tu cabeza como de tu corazón. La llama poco a poco se apaga y mi corazón se hiela...

Ancianitas (Jorge Marcos)

Ayer por la mañana fue un día cualquiera. ¿Pero a quién intento engañar? ¡Aquellos fueron los 19 minutos más largos de mi vida! Aunque tengo que reconocer que al menos el tiempo acompañaba, ni mucho frío ni mucho calor, el día de primavera que todos deseamos.
Cargaba con una caja de cartón, especialmente grande, la llevaba con las dos manos, pero al menos podía ver la calle. Eso sí, ¡pesaba! ¡Cómo pesaba! Al menos haría bíceps. Hoy me tocaba aquel barrio de afueras o, cómo a veces oigo, barrios antiguos.
Tenía pocos datos, para que decir otra cosa, pero al menos contaba con el más importante. Un índice del 91% de población jubilada. “¡Perfecto!”, pensé, “Las ancianitas te abren la puerta enseguida”.
Cuando llegué al portal de aquel edificio de cuatro plantas, supuse que sin ascensor aunque una parte de mí esperaba lo contrario, me acerqué al telefonillo. Eran dos casas por planta.
Toqué uno al azar pero de los primeros, que no quería subirme todas las escaleras con este armatoste. Esperé. Nada. “Probaré con otro”. Después de esperar, tampoco me respondió nadie. “¿Qué pasa? ¿Es la hora de la misa? ¿De la telenovela?”. Los segundos tampoco contestaron. Ya un segundo me parecía mucha escalera, un tercero ni os cuento…
- ¿Quién es? – respondió finalmente el 3ºA. La voz era dulce, como la de cualquiera de nuestras abuelas. La estadística nunca miente.
- Buenas tardes, señorita – primera regla, ganarse al cliente. Y con las ancianas aquel truco no fallaba.
- ¡Uy, señorita dice! ¿Qué quiere? ¿Qué vende?
Bueno, vale, parece que esta vez no había funcionado. Pero aún me quedaban más trucos.
- Seguro que usted es toda una costurera profesional – por estadística, las mujeres de esta edad tienen maña con una aguja. ¿Qué abuela no hace ganchillo o punto de cruz o cosas así?  
- Remendar los tomates de los calcetines de mi Pepe no es ser costurera pofesional. ¿Qué quiere venderme? Tengo unas acelgas cociendo.
- Es dura de pelar… – dije para mí. En seguida pensé una nueva estrategia. Al fin y al cabo, pasar de la puerta siempre es el paso más complicado –. ¿Cuál es su nombre?
- ¿Y a usted que le importa?
Obvié otro traspiés y me fui al grano. Empezaba a usar demasiado tiempo – ¿Ha oído hablar de la fabulosa Cosematick 4000?
El silencio se hizo durante unos segundos – ¡Aah! ¡Ya sé cual dice! Es ese armatoste que sale cada dos por tres en los anuncios de la televisión.
- Al menos la conoce… – murmuré torciendo la boca. Pero no me iba a rendir. Todo vendedor debe ponerse retos–. Pues entonces sabrá todas las novedades y ventajas de la Cosematick 4000. En primer lugar que sus agujas de titanio no se romperán nunca. En segundo lugar que…
- Espere un momento. Que se me van a cocer de más las acelgas.
Acababa de colgarme en mitad de mi explicación, anonadado estaba. La de paciencia que me estaba gastando. Estaba claro que si me ganaba a aquella anciana, nunca más tendría problema alguno.
- A ver. Siga hablando – casi me ordenó desde el telefonillo–. No tengo todo el día. Tengo que terminar de componer la comida.
- Si prefiere, puedo subir y mostrársela en vivo y en directo. Puedo hacerle una demostración con unos retales que he…
- ¡Uh! Abrirle, dice. Mi nieto está a punto de venir de la escuela. Y va al tacondo ese.
- Pero señora – dije rozando el enfado. Debía volver a mi camino y encauzar a aquella ancianita–. La Cosematick 4000 es la máquina de coser que siempre ha deseado tener en casa. ¡Todas sus amigas se morirán de envidia cuando diga que ha comprado una Cosematick 4000!
Escuché unas risas.
- A mí me lo dice y me parto de risa – dijo una segunda voz.
- ¿Tú qué piensas Gertrudis? – le preguntó mi clienta a su vecina como si nada, parecía ser algo común esto de la multiconferencia de telefonillo en aquel portal–. ¿Se la compro?
- ¿Pero pa’ qué ese gasto? – dijo una tercera voz–. Anda y estate quiera.
- ¡Uh! ¡La Filomena lo que quiere es comprársela ella! – le contestó la que parecía llamarse Gertrudis.
- ¡Qué mentira!
- Filo, tú siempre compras cosas inútiles. Te lo endilgan todo – respondió mi clienta.
- Cualquiera que os oiga… No os vayáis, voy a echar un ojo al horno. Tengo haciéndose unos canalones.
- Yo estoy haciendo acelgas. Las voy a rehogar ahora con un poquito de ajito machao.
- Acelgas comí yo ayer. Las acompañé con unos empanados.  
- Qué de empanados se gastan siempre en tu casa, Gertru.
Yo me quedé como si estuviera viendo una serie de vecinos de televisión, escuchar en la radio mejor dicho. Aquellas tres ancianas se habían puesto a hablar entre ellas como si nada. ¿Cómo es posible que no consiga vender una máquina de coser a tres ancianas?
- Ya estoy de vuelta. ¿Qué me he perdido?
- Nada, Filo, nada. A ver, tú, el de la máquina de coser. ¿Hola? ¡Eh!
- Este se ha ido. Si es que sois mu’ cansinas.
- Gertrudis, no digas esas cosas. ¿Qué va a pensar la gente?
Las escuché desde la esquina de la calle. Yo, mi armatoste y mi ego dolido nos fuimos. ¡Abandono! Había perdido casi 20 minutos valiosísimos y no había colocado la dichosa máquina de coser.
- ¡Uoh! ¡La Cosematick 4000! – un muchacho, le echaría como veintitantos años, me paró. Se quedó mirando con la boca abierta la imagen de la caja. Llevaba colgada del hombro una mochila–. ¿Es suya?
Tardé unos segundos en procesar la situación. ¡Un cliente potencial! ¡Y qué encima ya conocía el producto!
- Puede ser tuya por una cantidad que ni te imaginas. ¡Regalada! Hoy es tu día de suerte, soy de la compañía Cosematick y te puedo hacer un precio especial.
- ¿Sí? ¡Gracias! La he buscado por todos lados y no la he encontrado. Quiero comprársela a mi abuela por su cumpleaños.  
- Pues no se hable más. ¡Esta es tu Cosematick 4000!

Cerré el trato con un apretón de manos, y el papeleo obligatorio. Al menos aquel rato que me había quedado sin paciencia había merecido la pena, después de todo. Y aprendí una cosa: ancianitas no, gracias. 

La Noche de los Feos (Mario Benedetti)

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

"¿Qué está pensando?", pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"

"Sí", dijo, todavía mirándome.

"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."

"Sí."

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."

"¿Algo cómo qué?"

"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

"Vamos", dijo.


No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.