Allí
estaba yo, sentado bajo la marquesina del 148. Es el autobús que más tarda
siempre en llegar. Como estaba solo, mataba el tiempo leyendo los anuncios
pegados en el cristal traslúcido: “Busco Piso”, “Se ofrece niñera”,… Me puse
mis gafas de espejo. El sol de media mañana me deslumbraba aunque estuviera de
adorno en aquel invernal día. Estaba helado. Me incliné buscando el autobús con
la mirada al final de la calle. El 148 se hacía de rogar.
Mi
paciencia y mi aburrimiento llegaban a límites insospechados cuando, de pronto,
vislumbré algo en el cielo. Aquella extraña luz naranja parecía caerse como una
estrella fugaz. Me extrañó enormemente, llegando incluso a fruncir el entrecejo.
Las
nubes se desgarraron a su paso como papel de fumar. La barrera del sonido se
rompió con un fortísimo estruendo como el de un cohete a reacción. Mis tímpanos
se resintieron y el cristal de la marquesina se estalló como una telaraña, las
ventanas de los edificios próximos tuvieron el mismo destino.
Como
acto reflejo cerré los ojos, como si así me dejaran de doler los oídos o una
armadura me salvaguardara. Pude escuchar una explosión no muy lejos de mí, tan
inconfundible como la de mil petardos juntos. Reconocí incluso su eco en la
ciudad.
Cuando
recuperé el sentido de la vista y el del oído, me quedé mirando a mí alrededor.
Una abuela corría tan rápido como le permitía su bastón, un obrero parecía
ensimismado con el cielo, como si no se creyera lo que acabábamos de ver, una
joven se preguntaba a viva voz qué había ocurrido, si quizás se trataba de un
atentado. Los gritos venían de todas direcciones, yo no era el único que había
visto y sentido aquella cosa estelada anaranjada atravesar la atmosfera.
Olvidándome
del bus y de adónde iba, comencé a caminar. A lo lejos, por encima de los
edificios observé una columna de humo cobrizo, no se me ocurría nada que
pudiera emitir algo así. Cuanto más me acercaba, más oscuro se volvía. Pasó por
el escarlata, el magenta y el burdeos pero cuando llegué al destrozado parque
se tornó rojizo.
Mucha
gente se congregaba alrededor de un cráter tan grande como un campo de futbol
para niños. Las vallas se habían fundido y aún se encontraba al rojo vivo. De los
árboles solo quedaban cenizas. Un olor intenso a azufre hizo que me olvidara de
mis dañados oídos.
No
sé por qué pero retomé mis pasos hacia una roca naranja en mitad del cráter,
aún cuando varias personas me lo desaconsejaron. Muy a lo lejos se escuchaban
las inconfundibles sirenas de los servicios de emergencia.
A
cada paso sentía más calor, un calor seco de desierto. El sudor me corría por
la espalda. El humo y el azufre no me dejaban respirar. Por el contrario, algo
me decía que debía continuar.
Paulatinamente
fui vislumbrando la forma irregular de esta roca. Para mi sorpresa, algo menudo
se movió por su superficie. Retrocedí pero mi ansia de saber de dónde procedía
aquello hizo que recuperar el terreno perdido.
El
calor era asfixiante. El humo me hacía llorar. Aún así, extendí mi brazo
queriendo tocar con mis propios dedos aquel ser vivo de dos patitas y cuerpo
redondito que correteaba por encima de la roca naranja. Me di cuenta que tenía
un único ojo, pero un ojo que recordaba a las de un tierno perrito recién
nacido.
Con
dudas, me atreví a tocarlo. Para mi sorpresa su piel color mandarina era suave aún
sin tener pelo alguno. Parpadeó varias veces como si con eso pudiera verme
mejor. Cuando me quise dar cuenta, lo tenía en mis brazos. Mi respiración se apaciguó, mis oídos se
serenaron. Aquella criatura era tierna, infantil y dulce. El miedo quedó atrás
y sentimos el calor del otro. Sonreí.
En
ese instante el sonido del claxon del autobús 148 hizo que abriera los ojos. Me
había quedado dormido. Lo primero que hice fue comprobar que mi mochila seguía
conmigo. Así era. Me la colgué al hombro y entré al autobús. Sin embargo,
cuando me la pasé por delante para buscar mi abono, sentí como si algo se
moviera en su interior.